Los olvidados en la épica

 Escrito por Fernyl Dedosuave, un hobbit de La Comarca.


Hacía un día nublado en la decadente Rohan. En Edoras, la capital del reino, el ambiente fúnebre perduraba. Los recientes ataques que había sufrido las tierras por parte de Isengard, junto a la prematura senilidad del rey Théoden que le impedía ejercer el poder de una forma adecuada provocaron el estancamiento de la nación y al  mismo tiempo el anuncio de que no faltaba mucho para la destrucción del lugar a manos de las fuerzas de Saruman.


Yo estaba expectante de la catástrofe que iba a sufrir Edoras, listo para tomar las notas de la masacre. Observaba cómo los ánimos del pueblo se iban mermando conforme llegaban más refugiados de las diversas aldeas del reino. Cada uno de ellos contribuía a la depresión colectiva con sus tragedias personales. Entonces, la ciudad se encontró con un grupo variopinto que logró transformar por un instante la desesperación de los lugareños en curiosidad.


Durante un breve lapso de tiempo, el llanto fue sepultado por murmullos que debatían acerca de por qué un hombre, un elfo, un enano y un mago de cierta fama, Gandalf el Gris, se encontraban en Meduseld —el palacio real—. No pasó mucho hasta que dichos murmullos fueron contestados. La repentina aparición de un rey rejuvenecido causó un impactó notable en la población, además, que se presentara persiguiendo al parásito —el cual más tarde sabríamos que fue el responsable de robarle la cordura— con intenciones de ajusticiarlo, no ayudó a amortiguar el golpe. El hombre que llegó junto a Gandalf, con alguna ñoñería, logró impedir que el rey cumpliera su objetivo, dejando escapar así a esa sucia rata.



Al poco tiempo del regreso del rey, se nos informó de que Edoras ya no era segura —¡vaya sorpresa!— y que se nos ordenó evacuar la ciudad lo antes posible para dirigirnos hacía las más eficientes murallas de Helm.


Fue difícil ver cómo la gente abandonaba su hogar, los berrinches de los niños y la resignación de los ancianos me tocaban la fibra sensible, además de que simpatizaba mucho con la situación que atravesaban. Yo también tuve que dejar atrás La Comarca. A día de hoy, la herida que provocó en mí esa pérdida perdura, aunque, en cualquier momento yo puedo elegir volver a mi hogar, ellos no. Probablemente cuando regresen no se encuentren nada más que escombros, en el caso de que puedan regresar, claro está.


El paso al que íbamos era lento, ya que no todas las familias podían permitirse cabalgar. Pese a la miseria que nos rodeaba —o gracias a esta—, la gente no paraba de ayudarse entre sí, algunos hombres llevaban en brazos a huérfanos exhaustos, algunos  regalaban sus raciones a los más jóvenes y otros prestaban sus caballos a los más viejos. Yo aún no puedo sacarme de la cabeza la imagen de una familia que cargaba en un carro a un anciano muy enfermo, del cual esperaban despedirse en Edoras. Cuando anocheció montamos un pequeño campamento más o menos oculto en la ladera de una montaña, recuerdo que me levanté con dolor de espalda.


El viaje prosiguió nada más asomó el sol, parecía que íbamos a continuar con la misma tranquilidad que ayer, pero no. A la mitad del trayecto, nos emboscaron una serie de seres deformes y brutales, orcos. Estos monstruos iban a lomos de una especie de felinos que tenían más en común con una bestia que con un gato. Mataron a uno o dos soldados, el resto de los caballeros cargaron hacia la cima de la ladera desde la que atacaban las tropas de Saruman. Nosotros, los que no sabemos defendernos con espadas, nos resguardamos entre las rocas del lugar, y nos escondimos hasta que los alaridos típicos de las batallas cesaron. Perdimos a muchos soldados.



El viaje continuó, fue largo y monótono, pero al final llegamos a Helm. Ver las grandes murallas de Helm a la distancia nos aportó a todo el grupo una felicidad sin igual. Cuando las cruzamos nos sentimos victoriosos, nuestra pequeña aventura había llegado a su fin. Los refugiados empezaban a buscar donde asentarse, algunos tenían familiares en la ciudad, otros se encontraron sin nadie que les prestara ayuda. La imagen que más me impresionó de nuestra llegada fue la de unos niños reencontrándose con su madre. Aunque tristemente la paz no duraría mucho.


Los mandamases no nos decían nada, pero las frecuentes reuniones que tenían en la sala de guerra ya nos decían mucho, estábamos en peligro. Esa esperanza que teníamos cuando llegamos rápidamente se transformó en ansiedad e inseguridad. Al poco tiempo nos confirmaron nuestras sospechas, al mismo tiempo que a todos los capacitados para sostener un arma —pero no blandirla— se nos llevaban a los barracones. A mí, unos soldados me confundieron con un niño humano, me llevaron a rastras para mi alistamiento obligatorio hasta que a gritos les dije que era un hobbit, en ese momento me soltaron, al parecer un niño se puede defender mejor con la espada que un mediano. Al final, tuve que insistir yo para que me dejaran participar en la pelea, no iba a luchar, posiblemente me escondería en medio de la batalla, pero necesitaba una excusa para estar cerca de la acción y tomar notas.


Éramos 300 soldados, a duras penas se nos podía considerar batallón. Además que la pobre experiencia de la mitad de nosotros no mejoraba nuestra situación. La mayoría ya habían aceptado su muerte y estaban dispuestos a perecer con honor por un reino que les ha aportado más bien poco. La moral se encontraba por los suelos, hasta que una noche, como sí de un milagro se tratase, los elfos acudieron a nuestros rescate. El número de nuestras tropas había incrementado considerablemente, era curioso, para ser una batalla de los hombres había más elfos que otra cosa. Aún no sé por qué los elfos, que hacía ya mucho tiempo que se alejaron de las guerras, querían participar en esta, pero bueno, a caballo regalado no se le mira el dentado.


En mitad de la noche, acompañados de una gran tormenta, comenzamos a prepararnos para la batalla, mientras los hombres y elfos empezaban a colocarse alrededor de la muralla, yo me escabullía para mantenerme relativamente seguro. Entonces, se empezó a oír una serie de golpes sincronizados, eran las fuertes pisadas de los orcos que marchaban al unísono. Parecían una masa negra de puro descontrol de la cual solo sobresalían sus enormes lanzas. De repente, se oyó un grito proveniente de las desgarradas cuerdas vocales de un orco. Se detuvieron. Durante un rato, ambos bandos se detuvieron para observarse el uno al otro, la tensión era insoportable. Los orcos al parecer no podían soportar la espera y empezaron a gritar al mismo tiempo que golpeaban sus armaduras. Todos empezaron a prepararse para el ataque tensando sus arcos. Sorprendentemente, la primera baja fue de los orcos, ya que un pobre anciano no pudo mantener la cuerda del arco en tensión, y le atinó a uno, matóndole en el acto. Los orcos cargaron llenos de ira, mientras tanto, las tropas de Helm disparaban cuando su capitán lo exigía. Los orcos empezaron a cobrarse a sus primeras víctimas gracias a sus ballestas. A la vez que las ballestas les impedían acercarse al borde de la muralla, los orcos consiguieron cruzarlas, ya que pese a que fueran unos muros resistentes, no podían hacer frente a unas escaleras. Los arcos fueron reemplazados por espadas, y allí empezó la verdadera carnicería. Pese a que los elfos y los humanos tuvieran una técnica más que admirable con la espada, se les complicaba hacer frente a la brutalidad y bestialidad de los orcos, no solo por la diferencia de fuerza, más que nada por lo impredecible de sus ataques, ellos no tienen técnica, solo golpean con la espada como si de un garrote se tratase, y eso les hace unos contrincantes difíciles de superar.


Además, estos orcos eran diferentes. Yo no he visto muchos en mi vida, no soy un experto, pero estos parecían más grandes y poderosos de lo normal. También tenían un aspecto más irregular, como si durante generaciones sus familias no hubieran procreado con nadie fuera de la propia familia.


No nos dimos cuenta al principio, pero mientras las fuerzas de Helm estaban ocupadas con los orcos de las murallas, otro grupo de estos se dirigían, bien cubiertos por sus escudos, hacia los portones de la ciudad. No era el único flanco que descuidamos, ya que debajo de nosotros, en el conducto del agua, pusieron una bomba, la cual fue detonada por un orco suicida que cargaba una deslumbrante llama blanca. Los orcos atravesaron las supuestas murallas impenetrables.



Nuestros soldados ya estaban desesperados, varios hasta empezaron a tirarles piedras a los orcos. El enano que estaba junto a Gandalf en Edoras salto en medio de una multitud de orcos, yo creí que se estaba suicidando, pero no, sorprendentemente resistió. Las fuerzas de Helm lucharon bien contra las de Isengard: un elfo incluso se dio el lujo de presumir mientras luchaba haciendo un excéntrico truco que le hacía parecer que estaba cabalgando un escudo. 


El batallón de Helm se retiró hacia el fuerte, ya que los orcos consiguieron aporrear un tronco las suficientes veces contra el portón como para atravesarlo. Pero entonces, el enano suicida junto al hombre que había estado liderando la batalla se lanzaron en medio de los orcos y la entrada. Y allí aguantaron de forma heroica mientras reparaban el portón.


Por otro lado, gracias a la ayuda de unas ballestas más grandes, y —como no— escaleras más grandes, los orcos cruzaron la parte más alta de las murallas. Aunque menos mal que una de las escaleras no logró cruzar, y se llevó consigo a una parte de los orcos.


Lamentablemente, no logramos aguantar mucho más, tuvimos que retirarnos al castillo, donde ya esperábamos nuestro final, las puertas de este no soportarían mucho más tiempo. Todos los civiles se encontraban aterrados, esperando a lo peor y calmando a los más jóvenes con falsas promesas de seguridad.


La luz del sol entró por una ventana del castillo, en ese momento me di cuenta de que la batalla había durado toda la noche. Los caballeros aguardaban lo peor, pero de repente, trayendo consigo la esperanza, apareció el rey Théoden junto a varios de sus soldados, cabalgando sus corceles dispuestos a darle juego a los orcos. Justo en ese instante los orcos atravesaron la puerta, encontrándose de bruces a las fuerzas del rey Théoden. Mientras sonaba el cuerno de guerra, los orcos retrocedían al trote de los caballos.


Mientras los guerreros luchaban con su último aliento, en la distancia apareció una figura conocida. Era Gandalf junto a su fiel corcel, Sombragrís. Tras de él apareció un batallón enorme dirigido por Eómer, el sobrino del rey Théoden. Bajaron la colina, en dirección a  las fuerzas de Saruman. Justo antes de que se enfrentaran, Gandalf invocó una luz tan potente que me cegó durante un buen rato. Por culpa de esa luz, los orcos se quedaron inmóviles,  sin posibilidad de defenderse.



Los orcos no tuvieron otra opción que retirarse atravesando el bosque. Los árboles del bosque terminaron el trabajo que aquí habíamos empezado.


La batalla terminó, la gente de Rohan estaba más tranquila, ahora tendrían que sobrevivir a la miseria que acompaña a cada victoria en la guerra. Aunque no solo deberían soportar ese problema de suministros, ya que Saruman seguía en pie, lo que significaba que tarde o temprano sufriremos otro ataque, y puede que sea el último para nosotros.


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